sábado, 27 de marzo de 2010

Tan sólo un horizonte delante de ella y su pelo bordeando el acantilado.
El lazo verde se deslizaba entre sus dedos para, al final, sigilosamente caer al mar. Así acabaría ella, dibujando una pequeña salpicadura entre las aguas.

Su falda bailaba un compás con el viento que la abrazaba y tiraba de ella, maléfico, la llamaba y la hacía sentirse torpe, lenta en sus movimientos pero atraida pasionalmente hacia su potencial.

Las mejillas rojizas del frío y sus manos ya sin sentir ni palpitación se refugiaban entre sus mangas, apretando y cerrando el puño hasta dar contra el suelo. Una herida sangró y manchó su camisa de los domingos.

La comisura de los labios se rasguraba, estaba perdida, si reía le dolia, si sollozaba les escocía, por eso había decidido quedarse en blanco, nula expresión, nulo sentimiento.

La salpicadura que dibujó en el mar, nunca llegó hasta el barranco, ni manchó los zapatos que allí se quedaron, porque siempre le había gustado sentir el agua entre sus dedos.

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